El Reto: personas dependientes que cuidan otras personas dependientes
Las experiencias de personas dependientes que cuidan otras personas dependientes, son historias de superación y aprendizaje. En esta ocasión Elisa Pello comparte con todos los amigos de Infoelder.com un relato de sus vivencias con Distonía Muscular y el trabajo de cuidar a su madre. El Reto
Oí el golpe desde la ducha y el tiempo se detuvo para cambiar nuestra historia. Me llamaba a voces con la desesperación del dolor mientras yo intentaba acudir lo antes posible.
El golpe fue en la cabeza. Desde que escuché sus gritos en el suelo, los vómitos, la vecina, sus piernas octogenarias intentando subir a la ambulancia…, hasta que el Neurocirujano espetó – hay que operarla rápidamente, de lo contrario solo sobrevivirá unas horas -, solo había transcurrido hora y media.
Entre la confusión y el aturdimiento asomó un recuerdo, mi madre siempre había dicho que no quería vivir el día que no pudiera valerse por sí misma, y me pregunté, mientras el médico esperaba mi autorización, por el sentido de las últimas voluntades cuando otro tiene que decidir por ti.
- Dese prisa, tiene un hematoma en el cerebro que la oprime tanto que no hay tiempo que perder – pero tiene 83 años, si se salva ¿cómo quedará?
- el postoperatorio en una persona de su edad es más complicado…, pero es la única salida, de lo contrario no pasa de esta tarde.
Después de la incertidumbre del quirófano, la angustia de la espera y al final, la gran noticia, ¡estaba viva! Durante toda mi vida me había preguntado cómo me las apañaría sola el día que faltaran mis padres, pues a consecuencia de una
Distonía muscular yo dependía de ellos. Y cuando mi padre faltó, mi madre se convirtió en mi única cuidadora. Se esmeraba en la cocina para que pudiera masticar bien los alimentos por mis problemas para hacerlo, y los preparaba de la forma más variada para conseguir una dieta equilibrada. Me ayudaba a comer, y en general, a todo aquello que por mi dificultad para manipular las manos y los brazos no podía hacer.
Pues bien, ante mi miedo, el momento había llegado pero de forma muy distinta a la sospechada. Mi madre seguía viva y ya no podía cuidarme como lo había hecho, ahora era yo la que tenía que encargarme de las dos. Poca gente conoce mi enfermedad, Distonía muscular, y casi nadie la comprende cuando la explico, porque pertenece a ese grupo olvidado de las llamadas
“enfermedades raras” o poco frecuentes.
Cuando de niña me preguntaban por qué no podía escribir, yo no sabía explicar que ocurría en mis manos. Tenía fuerza en ellas, las podía mover pero no podía realizar movimientos de precisión. Después me iría afectando a diferentes partes del cuerpo, que no me obedecían debido a movimientos involuntarios como espasmos y contracciones musculares. Y funciones como hablar, masticar, tragar, además del manejo de manos y brazos, se tornaron en funciones complicadas y dificultaron lo que yo más anhelaba, mi emancipación, creando al mismo tiempo un vínculo especial con mi madre que complementaba mis necesidades. Mientras luchaba por su vida en el hospital, atravesé un período de retos continuos donde la prisa por encontrar soluciones siempre estaba presente, pero la vida también actuaba por mí y me iba ofreciendo esas soluciones.
Conseguí una
ayuda a domicilio para que me hicieran la comida, la compra y la limpieza. Aprendí que si un puré se hacía más líquido se podía beber para sustituir la cuchara que no podía utilizar y compré jarras especiales para calentarlo en el microondas y poder comerlo cuando me quedaba sola. La previa partición de los alimentos, la fruta pelada y troceada que me dejaban preparada, además de otras necesidades como abrir el tubo de la pasta de los dientes, cualquier envase, en especial, los de los yogures líquidos para evitar la cuchara, endulzar el café con terrones de azúcar para no remover el líquido, partir pastillas… eran tareas, que tenía cubiertas gracias a una auxiliar durante dos horas al día de lunes a viernes, y me ofrecieron entonces la solución para llevar una vida autónoma, continuar viviendo en mi casa, y el tiempo necesario para ocuparme de mi madre.
Escuché por primera vez la palabra
Alzheimer cuando el médico me dijo, que además de las secuelas producidas por el hematoma subdural a consecuencia de la caída y el coma posterior a la operación, que la confinarían a una
silla de ruedas de por vida, sufría una demencia vascular producida por
ictus lacunares con falta de riego sanguíneo… que podía derivar en Alzheimer muy pronto. Y con contundencia me planteó su ingreso en una
residencia porque yo no podía cuidarla en casa.
Dos palabras taladraron mi mente: “residencia definitiva”. Hasta qué punto puede cambiar la vida de una persona y su entorno con dos palabras. En cuál de las dos pensó el médico al pronunciar aquellas palabras, en ella o en mí. Luché sin resultado por evitar el cruce de sentimientos, el de la culpa, que me recordaba que había salido de su casa por su propio píe en una ambulancia y cinco meses después aun no había vuelto, y posiblemente no lo haría nunca. La impotencia por mi enfermedad que me impedía cuidarla personalmente, haciéndome sentir inútil, como una carga para ella, y no al revés.
La falta de llanto sobre un hombro cercano me provocaba un dolor que mordía sin piedad. Pero las palabras del médico reforzaron una decisión, que aun ignorándolo, había tomado hacía tiempo. Cuando llegamos a la residencia en las cercanías de la Sierra de Madrid se abrió una nueva etapa para nosotras, y el miedo a que las fuerzas me fallaran, porque atravesar
Madrid en metro a través de 17 estaciones hasta el intercambiador de Moncloa, recorrer entre la ida y la vuelta 70 Km., más un 1km. y medio andando por la Colonia desde donde me dejaba el autobús, era un mal presagio para que el futuro nos mantuviera unidas. Pero a cuestas con la soledad tendría que luchar mucho para enfrentar un ambicioso reto: que mi enfermedad y el cansancio extenuante del esfuerzo no nos separaran nunca.
Escrito por:
Elisa PelloFuente[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]