La prueba del dolor
«Yo siempre he sido considerado en mi ambiente profesional —me decía no hace mucho un viejo amigo— como una persona muy exigente. Me he exigido siempre mucho a mí mismo y he exigido también siempre mucho a los demás.
»Me costaba mucho comprender que había gente a la que no le era posible seguir mi ritmo, y a veces, tengo que reconocerlo, los maltrataba. Y en casa me pasaba un poco igual. Echaba en cara las cosas a mi mujer y a mis hijos con muy poca consideración.
»Y tuvo que venir la enfermedad, y luego aquellos problemas serios en el trabajo, para que empezara a entender que la vida no era tan simple como yo me la había planteado.
»La verdad es que he funcionado siempre como un triunfador, rebosante de salud y de éxito profesional, y sin darme casi cuenta menospreciaba a los demás. Pensaba que si ellos no lograban lo que lograba yo, era simplemente porque a ellos no les daba la gana esforzarse como yo lo hacía.
»Pensaba así hasta que empecé a sentir en mis carnes todo ese sufrimiento, a notar en mi vida el peso de esa carga: fue entonces cuando comencé a reparar en que los demás también sufrían, que en la vida hay mucho sufrimiento de muchas personas. Y comprendí que pasar sin consideración por delante de ese dolor es algo realmente indigno.
»He empezado a dormir mal, y ahora tengo mucho tiempo para pensar. Al principio me enfadaba, pero pronto me di cuenta de que con pataleos no arreglas nada: ni te duermes, ni resuelves lo que te preocupa. Es curioso, pero antes yo era muy irascible, y ahora en cambio me he vuelto bastante sereno y comprensivo. Creo que esto que me ha pasado ha marcado como una nueva etapa en mi vida.
»A mí, el dolor me ha curtido el alma, me ha hecho entender un poco mejor a los demás. Antes, yo apenas había tenido problemas serios, y juzgaba a los demás con dureza y frialdad. Ahora, todo lo veo de modo distinto. Ya no grito a mi secretaria ni me peleo con mi mujer o mis hijos.»
Recordando el relato de aquel joven y brillante ejecutivo, pensaba en el distinto modo en que reciben las personas el dolor. En cómo a unos les mejora, y a otros, en cambio, les desespera. Y pensaba en la enseñanza que esta persona obtuvo: que hay que comprender mejor a la gente, pues quienes nos rodean son personas que también sufren, y eso siempre es duro; y que hay gente que lo pasa mal —y quizá en parte por culpa nuestra—, y que todo hombre debiera detenerse siempre junto al sufrimiento de otro hombre, y hacer lo posible por remediarlo.
El dolor es una escuela en donde se forman en la misericordia los corazones de los hombres. Una escuela que nos brinda la oportunidad de curarnos un poco de nuestro egoísmo e inclinarnos un poco más hacia los demás. Nos hace ver la vida de una manera especial, nos muestra un perfil más profundo de las cosas.
El dolor nos lleva a reflexionar, a preguntarnos por el sentido que tiene todo lo que sucede a nuestro alrededor. El hombre, al recibir la visita del dolor, vive una prueba dentro de sí: es como un pellizco que detiene el curso normal de su vida, como un parón que le invita a reflexionar. Por eso se ha dicho que toda filosofía y toda reflexión profunda adquiere una especial lucidez en la cercanía del dolor y de la muerte.
El dolor, si se sabe asumir, advierte al hombre del error de las formas de vida superficiales, ayuda al hombre a no alejarse de los demás, a no arrellanarse en su egoísmo. El dolor nos vuelve más comprensivos, más tolerantes, nos va curando de nuestra intransigencia, nos perfecciona. Es, además, una realidad que llega a todo hombre y que por tanto, en cierto sentido —como ha señalado Enrique Rojas—, conduce a una suerte de fraternización universal, ya que iguala a todos por el mismo rasero.
Lo que hace feliz la vida del hombre no es la ausencia del dolor, entre otras cosas porque se trata de algo imposible. La vida no puede diseñarse desde una filosofía infantil que quisiera permanecer ajena al misterio de la presencia del dolor o del mal en el mundo. Y enfadarse o escandalizarse ante esa realidad no conduce a ninguna parte. Aprender a convivir con el dolor, aprender a tolerar lo malo inevitable, es una sabiduría fundamental para vivir con acierto.
Rehuir el esfuerzo
No hace mucho se hizo pública la noticia de que el famoso internado británico Summerhill, escuela que en los año 60 se convirtió en el modelo de la educación anti-autoritaria, tendrá probablemente que cerrar debido al bajo rendimiento de sus —sólo— 66 alumnos.
Esta escuela, fundada en 1921 por Alexander Neill, tuvo un espectacular auge en la década de los sesenta, pero después fue perdiendo gradualmente alumnos hasta quedar ahora semidesierta.
Su método pedagógico es realmente peculiar: no hay exámenes ni calificaciones, la asistencia a clase es voluntaria y la vida del centro se rige en gran medida de modo asambleario por los propios alumnos.
El caso es que los alumnos de Summerhill no salen bien preparados. La realidad es que apenas van a clase y que su formación —según un reciente informe del Ministerio de Educación británico— presenta asombrosas deficiencias.
El intento de esta escuela por erradicar el autoritarismo merece todos los elogios, pero sus resultados muestran que su planteamiento ha sido muy ingenuo. Cualquier persona ha de esforzarse seriamente para conseguir cualquier objetivo valioso en su vida, y para esforzarse seriamente en algo, resulta muy práctico —sobre todo en esas primeras etapas en las que se va conformando el carácter— procurar sujetarse a un plan exigente. Libremente, pero sujetarse.
Hacer lo que uno entiende que debe hacer supone muchas veces un esfuerzo considerable. Y una educación responsable ha de llevar a plantear y plantearse un alto nivel de exigencia personal.
Hay personas que son como un manojo de sentimientos, que sólo quieren aceptar la parte fácil de la vida. Quieren el fin, pero no los medios necesarios para alcanzar ese fin. Quieren ser premios Nobel sin estudiar, enriquecerse sin dar ni golpe, ganarse la amistad de todos sin hacerles un favor, o ingenuidades por el estilo. Y eso no es serio. No se enfrentan con la realidad de la vida porque están enormemente mediatizados por la comodidad.
No distinguen entre lo que es querer seriamente lograr algo, con todas sus consecuencias y poniendo los medios necesarios, y lo que es sencillamente una ilusión, un apetecerles, un soñar soltando la imaginación. Para el trabajo se necesita más esfuerzo que para las novelas fabricadas por la fantasía.
Son personas que quieren triunfar en la vida, como todo el mundo, pero olvidan el esfuerzo continuado que esto supone: para hacer bien una carrera son precisas muchas jornadas de clases y estudio que no siempre apetecen; para ser un buen atleta hay que perseverar en un entrenamiento muchas veces agotador; para dominar un idioma no bastan cuatro clases o unas semanas en el extranjero. Para casi todo hace falta esfuerzo y, si éste se rechaza, supone rechazar el fin, no querer de verdad.
La esclavitud de la pereza
Todos habremos visto a un albañil subido a un andamio cantando alegremente mientras ponía ladrillos y, junto a él, a otro amargado y con mala cara, realizando ambos la misma tarea.
O un conductor de autobús que hace su trabajo con satisfacción y procurando agradar a los viajeros, y, en su misma ocupación y condiciones, a otro que trabajando de mala gana y despotricando de todo.
Y lo mismo al acercarse a una ventanilla, a la barra de un bar, al mostrador de una tienda, o al ir a la peluquería.
Y lo mismo en las aulas. Y lo mismo en la familia. Hay padres y madres que se recrean en las tareas del hogar y en la educación de sus hijos, y padres y madres que parece que sólo saben quejarse del trabajo y los quebraderos de cabeza que les dan sus hijos, que dicen que no pueden más, que les agota, que se les hace pesado, que no hay quien lo aguante.
Muchas veces, la raíz de su tristeza y su desgana está en la pereza. En que son personas que se pasan la vida en una lucha —agotadora lucha, por otra parte— para rehuir el esfuerzo, para encontrar el modo de hacer menos y que sea otro quien haga las cosas.
El trabajo, las tareas del hogar, la educación de los hijos... cualquier persona emplea la mayor parte del día en esas tareas, ¿por qué entonces hacerlas de mala gana?: eso equivaldría a pasarse amargado la mayor parte de la vida.
Es verdad que a veces hay problemas, y problemas serios, y se hace todo muy pesado, y no apetece hacer nada. Pero también es cierto que, con un nivel de motivos de tristeza bastante parecido, hay gente habitualmente contenta y gente habitualmente descontenta. Quizá la diferencia esté en la filosofía con que cada uno se toma la vida. Se trata de:
-en vez de trabajar con desgana, procurar poner ganas, y ya acabarán apareciendo satisfacciones en ese trabajo;
-en vez de ver y de hacer ver el trabajo como una carga pesada, descubrir en él —entre otras cosas— una forma de realizarse, un motivo de satisfacción y una oportunidad de servir a los demás (Einstein decía que sólo una vida vivida por los demás merece la pena ser vivida);
-en vez de estar pensando en la hora de acabar, procurar esmerarse en lo que se está haciendo en cada momento;
-en vez de quejarse continuamente y crear un clima negativo, procurar poner ilusión y crear alrededor un clima positivo; etcétera.
Muchos padres dicen que sus hijos son muy perezosos. Perezosos, dicen, para levantarse, para estudiar, para llevar a cabo cualquier actividad que no implique diversión, y a veces incluso hasta para eso. Que todo les cansa, todo les aburre, que no saben pasarlo bien más que un rato. Que una simple contrariedad les conduce al abatimiento. Que les resulta difícil hacer frente al ocio, incluso mantener una afición o un hobby. Que no logran hacer lo que se proponen y eso les hace sentirse frustrados y estar tristes.
La pereza y, en general, la falta de una adecuada educación de la voluntad, constituyen una de las más dolorosas formas de pobreza: porque impiden a quienes la padecen disfrutar de la vida y recrear su espíritu al nivel que a nuestra naturaleza humana corresponde.
Éxitos y fracasos
Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte: "Me están haciendo un precioso anillo, con un diamante extraordinario, y quiero guardar dentro de él un mensaje muy breve, un pensamiento que pueda ayudarme en los momentos más difíciles, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre."
Aquellos sabios podrían haber escrito grandes tratados sobre muchos temas, pero escribir un mensaje de sólo dos o tres palabras era bastante más complicado. Pensaron, buscaron en sus libros, pero no encontraban nada. El rey lo consultó entonces con un anciano sirviente por el que sentía un gran respeto. Aquel hombre le dijo: "Hace muchos años, estuve unos días al servicio de un gran amigo de tu padre. Cuando se iba, como gesto de agradecimiento, me entregó este diminuto papel doblado. Me insistió en que no lo leyera antes de necesitarlo de verdad, cuando todo lo demás hubiera fracasado."
Aquel momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió su reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos le perseguían. Llegó a un lugar donde el camino se acababa. No había salida. Frente a él había un precipicio. Tampoco podía volver, porque el enemigo le cerraba el paso. Ya escuchaba el trotar de los caballos de sus perseguidores. Cuando iba a rendirse, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y leyó el misterioso mensaje. Tenía sólo tres palabras: "Esto también pasará".
Tuvo fuerzas entonces para resistir un poco más. Sus enemigos debieron perderse en el bosque, pues poco a poco dejó de escucharse el trote de los caballos. El rey recobró el ánimo, reunió a sus ejércitos y reconquistó el reino. Hubo una gran celebración, con banquete, música y bailes. Se sentía muy orgulloso de su triunfo. El anciano estaba sentado a su lado, en un lugar preferente, y le dijo: "Ahora también es un buen momento para leer el mensaje". "¿Qué quieres decir?", preguntó el rey. "Ese mensaje no es sólo para cuando eres el último; también es para cuando eres el primero".
El rey volvió a leerlo, y nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba, pero su orgullo, su altivez, su egolatría, habían desaparecido. Comprendió que todo pasa, que ningún éxito o fracaso son permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de alegría y momentos de tristeza, y hay que aceptarlos como parte de la dualidad de la naturaleza, porque pertenecen a la misma esencia de las cosas.
Este viejo relato nos invita a pensar en esos momentos de abatimiento o de exaltación por los que todos pasamos, a veces con muy poca diferencia de tiempo. Entonces, lo positivo o lo negativo parece ocupar por completo nuestra cabeza. La memoria resalta los fracasos o los éxitos, según el caso, y podemos sentirnos llamados alternativamente al desastre o a la gloria. Y probablemente nos falte objetividad en ambos casos. Por eso, aquel mensaje del "esto también pasará" es una llamada y una invitación a pensar con ecuanimidad, a levantar la mirada más allá del éxito o el fracaso de ahora, para pensar en el largo plazo de la vida, en qué esperamos de ella, en qué es lo que le da sentido.
Entonces, enseguida vemos que el éxito se disipa en un desengaño si no se ha alcanzado como un ideal de servicio. Sólo encontramos sentido a una vida que esté volcada en los demás. Sólo se mantiene la ilusión si se apunta hacia ideales altos, porque, como dijo el poeta, "si quieres que el surco te salga derecho, ata a tu arado una estrella".
Los grandes logros han de saber asumirse y mantenerse. Muchas veces, cuesta más mantener que crear. Cuesta más mantenerse sobre una ola que subirse a ella, pero, en cualquier caso, la ola nunca será eterna.
Demostramos inteligencia cuando sabemos aprender de los fracasos y no nos envanecemos tontamente con los triunfos. Por eso se ha dicho que un hombre inteligente se recupera enseguida de un fracaso, pero un hombre mediocre jamás se recupera de un triunfo.