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 Fibromialgia y conversión

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Marifé
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MensajeTema: Fibromialgia y conversión   Fibromialgia y conversión I_icon_minitimeLun Mayo 12, 2008 10:22 am

Fibromialgia y conversión

Los trastornos somatomorfos son muy frecuentes en medicina. Pueden afectar a cualquier órgano o sistema, al tracto gastrointestinal (colon irritable, disfagia idiopática, dispepsia), al sistema cardiovascular (neurosis cardiaca, sincopes neuróticos), al sistema respiratorio (síndrome hiperventilatorio) al sistema urinario (síndrome uretral inespecífico) o al metabolismo (hipoglucemia reactiva) pero sobre todo, suelen presentarse en forma de dolor (síndromes dolorosos crónicos). Este grupo de patologías ha cambiado su antigua denominación de "síndromes funcionales" por el de trastornos por somatización, como se les cataloga en la nueva clasificación CIE-10 (versión española de la clasificación de las enfermedades psiquiátricas según la OMS, ICD-10 de 1992). Dentro de este grupo se encuadran los cuadros denominados trastornos por dolor somatomorfo persistente que se definen como aquellos síndromes clínicos en los que no existen evidencias de estar producidos por procesos fisiológicos o físicos demostrables. De la misma forma, la clasificación DSM-IV (dictada por la Asociación Psiquiátrica Americana en versión de 1994, en la que se establecen muchos acercamientos con la ICD-10), se incluye el dolor crónico en un grupo denominado trastornos por dolor y en el que los factores psicológicos juegan un importante papel en el comienzo, severidad, desarrollo y mantenimiento del síndrome doloroso (Hiller et al, 2000). Nos parece más diáfana la clasificación CIE-10 ya que en el grupo de la DSM-IV se incluyen también, de forma más inespecífica, los síndromes dolorosos con etiología orgánica (Aigner and Bach, 1999). Sin embargo en esta última clasificación, el dolor forma parte de la definición de otros tres diagnósticos. En los trastornos por somatización, la DSM-IV define diez síntomas dolorosos distintos. Si se siguen sus criterios, para diagnosticar un trastorno por somatización se requiere la presencia de al menos cuatro síntomas dolorosos, dos gastrointestinales, uno sexual y uno neurológico, todos ellos sin un origen orgánico reconocible, mientras que según el CIE-10 el requisito establecido para llegar a este diagnóstico es que en la historia del paciente se constate la presencia de, al menos, trece síntomas físicos diferentes.

Siguiendo los criterios de la CIE-10 y la DSM-IV, las tres características que definen a los trastornos por somatización son: la existencia de numerosos síntomas que no tienen explicación orgánica, el hecho de que los factores psicológicos jueguen un papel importante en el desarrollo de los síntomas y que estos síntomas se sitúen en el centro de atención del paciente, como queda reflejado por su excesivo consumo médico. Según numerosos estudios, el dolor crónico recurrente es el síntoma más común de los generados por somatización. Según Dworkin (1994), esta situación pueda llegar a explicarse por el umbral tan bajo que tienen estos enfermos para percibir y trasmitir los síntomas corporales, mucho menor que el resto de la población.

El dolor por somatización debe interpretarse como real al no existir voluntad de engaño, pero esto no quiere decir que el paciente sea aséptico en el manejo de la situación. Aunque no sean conscientes de ello, estos enfermos organizan estrategias que incluyen la presentación de sus problemas sociales o emocionales en forma de un cuadro biomédico organizado que trata de influir en el entorno y justificar su situación funcional, social o familiar y por tanto precisan de la complicidad de las consecuencias diagnósticas o terapéuticas de la consulta médica (Salmón and May, 1995). Por eso, es común que estos pacientes hagan un consumo elevado de los servicios médicos, sufran frecuente hipocondriasis y suelan ser víctimas de múltiples iatrogenias (Dworkin, 1994; Ford, 1995).

Para el diagnóstico de los trastornos somatomorfos, es esencial la ausencia de una base orgánica capaz de explicar el síntoma. Para los médicos no psiquiatras, esta condición parece poco sólida al considerarla vulnerable con el paso del tiempo y así, los constantes avances de los conocimientos científicos les permiten especular sobre una definición que parece estar basada en la ignorancia del presente, que por otro lado constituye la esencia de la investigación. Según este pensamiento, los conocimientos actuales sobre muchas de estas enfermedades pueden parecer elucubraciones sin sentido en el contexto del desarrollo de la medicina de cincuenta años antes. Bajo esta premisa las formas clínicas en las que se manifiesta los trastornos somatomorfos parecen tener una realidad presente labil, capaz de ser radicalmente desmontada con los avances de la investigación o la tecnología médica. Pero es obvio, que este mismo razonamiento tan simplista se podría aplicar a cualquier otro padecimiento o conocimiento científico.

Esta reflexión inicial se hace como inicio a una serie de consideraciones que se irán desgranando aquí, pero con ella no hemos pretendido integrar a esta enfermedad entre los trastornos somatomorfos, sino incidir en el proceso diagnóstico que realizan de forma excesivamente superficial los médicos que habitualmente siguen la evolución de estos pacientes y que se apoyan solo ocasionalmente en especialistas del área psiquiátrica-psicológica (Hellstrom et al., 1998). No obstante, es muy tentador incluir esta patología dentro del grupo de los trastornos somatomorfos, ya que la FM comparte con este grupo de patologías algunas características que van a servir de base para elucidar el origen de las alteraciones del comportamiento que estos pacientes manifiestan de forma recurrente y coincidente (Keel, 1998).

Muchos autores han descrito altas tasas de somatización en la lumbalgia inespecífica (Bacon et al, 1994), una patología que esconde muchos cuadros de fibromialgia. Es su estudio, Bacon y colaboradores encuentran que el 26% de los pacientes que padecen dolor lumbar inespecífico presentan más de doce síntomas somáticos en su anamnesis, hallazgo que tan solo encuentran en el 4% de los sujetos control. Si se aplicaran los criterios del DSM-IV en lugar de los del ICD-10 se triplicaría el número, ya que el 51% de estos pacientes tienen entre 7 y 11 síntomas y el 72% cumplen todos los criterios de somatización de la referida clasificación. En otro estudio se compara la incidencia de psicopatología en la lumbalgia específica con la existente en el dolor lumbar de origen miofascial (Cassisi et al, 1993), encontrando incidencias de psicopatología para ambas patologías, similares a las referidas en el estudio anterior, con puntuaciones más elevadas de somatización y fobia en el grupo de enfermos que refieren dolor miofascial de origen desconocido.

Kellner (1994) incluye a la fibromialgia dentro de los síndromes de etiología psicosomática, que el autor define como aquellas patologías en las que el área psicológica juega un papel etiológico esencial en el desarrollo de la enfermedad. En este sentido, efectúa un listado de otros síndromes de origen psicógeno como la fatiga crónica, el colon irritable y la dispepsia y argumenta que el trastorno somatomorfo es un reflejo de la presencia de síntomas procedentes de la unión de todos estos síndromes o la manifestación del síntoma común a todos ellos: el bajo umbral para la percepción de enfermedad. Según esto, habría que considerar a la FM como parte de un trastorno general somatomorfo, en el que participa como una manifestación más dentro del cuadro completo.
Antes de afirmar que la FM es copartícipe de un trastorno somatomorfo, es necesario analizar desde distintos puntos de vista si existe la posibilidad de encajar esta enfermedad entre los síndromes psicógenos con manifestaciones somáticas.

En primer lugar, como cuadro psicógeno es necesario considerar si existen criterios para deducir que algún proceso psicológico está en el centro de la etiología de la FM, o cuando menos que los factores psicológicos juegan un papel esencial en su desarrollo. En este sentido, los numerosos estudios encaminados a definir un origen psicogénico han aportado resultados controvertidos. Sin embargo, parece probado que los pacientes con FM presentan una mayor incidencia de trastornos psicológicos que el resto de la población (Hudson and Pope, 1996). Incluso en estudios cruzados con otros procesos reumáticos que cursan con dolor crónico, entre las que se incluyen la artritis reumatoide o la osteoartrosis, los pacientes con FM presentan escalas más elevadas de trastornos psicológicos (Pincus et al., 1999). En este último estudio, el 75% de los pacientes con FM tienen trastornos del sueño, el 63% trastornos psicológicos por estrés, el 61% ansiedad y el 57% depresión. Por otra parte, más del 95% de los pacientes con FM muestran perturbaciones psicosociales tales como una alta prevalencia de todas las formas de victimización: sexual, física y psíquica. Otros estudios confirman estos resultados (Walker et al, 1997a; Walker et al, 1997b) e insisten en la dirección de la terapia hacia la restauración de esta alteración co-morbida psiquiátrica y lo consideran el objetivo primordial para intentar mejorar al paciente con FM. Por otro lado, esta enfermedad se manifiesta clínicamente como un cuadro de dolor generalizado, que hoy en día constituye la manifestación más frecuente de somatización (Willoughby et al.,1999), coincidiendo además en la alta prevalencia de trastornos mentales. Tras realizar un estudio poblacional de amplio cohorte, Benjamin y colaboradores (2000) estiman que la incidencia de trastornos mentales en la FM es cuatro veces mayor a la que presenta el resto de la población.

Sin embargo, otros estudios niegan una correlación específica entre trastornos psicológicos y FM (Ahles et al, 1991; Clark et al, 1985), aunque las diferencias e inconsistencias en los resultados y en las conclusiones de los distintos autores pueden estar motivadas por la aplicación de diferentes metodologías (Walker et al, 1997a).

En estudios recientes sobre los factores que contribuyen al desarrollo de la FM, existe la tendencia a dar una creciente importancia a las perturbaciones psicosociales. En este sentido, McBeth y colaboradores (1999) encuentran que existe una alta correlación entre el número de puntos dolorosos y algunos perfiles específicos del comportamiento tales como un bajo nivel de autocuidado y un comportamiento enfermizo que se ve reflejado por un elevado índice de utilización personal y por poderes de atención médica, la presencia de un gran número de síntomas somáticos inexplicables y la existencia de altos niveles de fatiga . Los enfermos con mayor número de puntos dolorosos son los que refieren experiencias adversas en la infancia con mayor frecuencia, tales como abandonos, malos tratos y abusos (Van Houdenhove et al., 2001). En un rango de menor trascendencia, los pacientes con FM presentan un índice de alexitimia superior al resto de la población, considerándose como una manifestación de somatización o alteración psicológica al no encontrar la adecuada expresión verbal para transmitir su problema. La predisposición a la aparición de alexitimia se interpreta como reflejo de una mala relación entre la madre y el hijo durante la primera infancia, con un insuficiente dialogo entre ellos; algunos autores han establecido que existe una relación directa entre la presencia de alexitimia y el número de puntos dolorosos y grado de hiperalgesia en la FM (Sivik, 1993).

Sin embargo, considerar a la FM como una somatización fabricada para manifestar de forma inconsciente una queja psicológica por problemas derivados de la infancia, sería simplificar excesivamente el problema. Muchos pacientes con FM no tienen antecedentes de una infancia traumática y refieren haber tenido una infancia feliz y una relación familiar normal. Sin embargo, estudiados como grupo, los pacientes con FM destacan porque manifiestan de forma prácticamente universal, escalas altas de estrés psicosocial, respuestas alteradas a los estímulos externos y escasa maleabilidad (Jamison, 1999). Por otro lado existen algunas dudas si la forma juvenil o infantil de FM es similar a la forma con la que se presenta la enfermedad en el adulto y además, si está marcada por los mismos estigmas psicosociales (Breau et al, 1999)

Barsky y Borus (1999) definen cuatro factores psicosociales que están en el centro del problema, amplificando y perpetuando la FM:
1) La creencia de estar ante una enfermedad de graves consecuencias. Este concepto se refuerza por la presencia de dolor espontáneo, permanente o recurrente que se manifiesta refractario a cualquier consuelo, explicación o tratamiento convencional.
2) Las expectativas de un futuro poco alentador, ya que el enfermo tiene la convicción de que la enfermedad está destinada al empeoramiento y la incapacidad progresiva. Desgraciadamente, esta idea se puede ver reforzada por algunos comentarios profesionales poco afortunados que, con intención estimulante, amenazan de incapacidad definitiva al paciente si persisten en su actitud negativista y de rechazo a los tratamientos, como es lo habitual en estos enfermos.
3) El papel de enfermo imaginario, que incluye el constante consumo de estudios médicos y actitudes demandantes, litigantes y rentistas.
4) Una "puesta en escena" con aspecto de situación funcional alarmante, catastrófica e incapacitante, que no se relaciona en absoluto con la realidad objetiva física y orgánica del paciente.
Si se analizan detenidamente estos puntos, se puede observar que la influencia de los factores psicosociales en la severidad y el mantenimiento del cuadro es concluyente.

La presencia de somatización y los antecedentes psiquiátricos del paciente parecen estar relacionados de forma directa. Así, se ha comprobado que los pacientes con FM con antecedentes psiquiátricos presentan más de siete síntomas psicosomáticos, mientras que los pacientes sin historia psiquiátrica previa tienen el mismo número de síntomas que pueden apreciarse en la artritis reumatoide e incluso que otros pacientes crónicos que no padecen dolor (Ahles et al, 1991). Esto dividiría a los enfermos con FM en dos grupos distintos; en el primero se incluirían aquellos pacientes que no presentan antecedentes psiquiátricos, en los que merecería la pena trabajar con un enfoque multidisciplinar (rehabilitador, analgésico y psicológico) y en el segundo los que manifiestan antecedentes psiquiátricos, en los que cabría plantear específicamente un enfoque psicológico-psiquiátrico como tratamiento de primera línea.
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